Cuando Rosaura llegó a la consulta de psiquiatría por primera vez, estaba francamente alterada psicológica y emocionalmente. En su cabeza no solo rondaban ideas de desesperanza y de impotencia, sino que en varias ocasiones había contemplado la posibilidad de acabar con su vida. Ella es una mujer de 23 años, secretaria ejecutiva, casada y con antecedentes personales de ser alguien habitualmente muy ansiosa e insegura. Un año antes de la cita, comenzó a presentar una serie de síntomas que de manera gradual se fueron intensificando. Los más prominentes los describía de la siguiente manera: “Cuando observo a mi hija de 3 años, me llegan pensamientos de hacerle daño físicamente, y es tan intensa esa sensación, que tengo que separarme de ella por temor a que, efectivamente, lo lleve a cabo. Además, se me vienen ideas de contenido sexual, y aunque me parece algo asqueroso, no soy capaz de apartarlas de la mente”.
Y prosigue: “Hemos tenido que contratar a una señora para que esté con la niña, porque siento pánico de que nos quedemos a solas. Esta misma experiencia me sucede con una gata que siempre he querido mucho, y ahora no soy capaz de acercármele. Además de todo esto que me pasa, he comenzado a tener sentimientos de culpa porque un terapeuta que consulté previamente me dijo que uno podía controlar esos pensamientos. ¿Usted cree que soy una persona depravada? ¿Por qué quiero hacerle daño a unos seres que tanto quiero?”. Ya son 10 meses de haber iniciado el tratamiento; en la cita de control, Rosaura me preguntó si ya podía suspender el medicamento que le había formulado y con el cual ha podido superar muchas de las dificultades en la interacción con su hija.
¿Cuál fue la clave del tratamiento? Primero, hacerla consciente de que padece una alteración que se presenta con alguna frecuencia en la población general, que se denomina trastorno obsesivo compulsivo. Este se da por diversas circunstancias, como vulnerabilidad genética, situaciones de estrés, alteraciones de la química cerebral y, en algunas personas, se ha demostrado que es por diferencias en ciertas zonas cerebrales. Además del tratamiento farmacológico específico para estos casos, un aspecto fundamental fue liberarla de la culpa, que asimilara que ella era una mujer buena pero que, como cualquier humano, podía verse sometida a sombras psíquicas, a conflictos no resueltos. Para ello, se requiere ser compasivo; solo así se podrá entender que en la mente coexisten pensamientos horrorosos o destructivos y las más bellas expresiones de fraternidad y amor.
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